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Por Andrés Daín*
La crisis de los partidos políticos, la consecuente desestructuración de los sistemas de partidos, el debilitamiento de las identidades colectivas en sus diversas manifestaciones y la creciente centralidad de los medios masivos de comunicación, entre otros factores, colaboraron en situar en el centro de la escena política a los nombres propios. La popularidad, la imagen y las estrategias de comunicación devinieron en claves explicativas ineludibles de la performance electoral de los candidatos. Frente a ello, las convicciones, las trayectorias personales, las propuestas quedaron relegadas para algunos pocos necios con vocación puramente testimonial.
Las últimas elecciones primarias del pasado 9 de agosto habilitaron un sinnúmero de lecturas, análisis e interpretaciones en esta clave. Así, el éxito de Scioli se sostendría en su estilo moderado y conciliador; la virtud de Macri giraría en torno a su imagen proyectada desde su éxito empresarial, que lo ubica como un líder dinámico y moderno; mientras que el caudal de Massa debería justificarse por su sensibilidad para escuchar a la gente. Ahora bien, nuestra hipótesis de análisis es que resulta ineludible para comprender el resultado de la reciente elección emprender algún tipo de caracterización ideológica del electorado argentino, lo cual implica a su vez, reconocer una dimensión histórica ya que la estructuración ideológica resiste los vaivenes coyunturales.
En este sentido, podemos arriesgar que existen dos grandes ejes que atraviesan a nuestra sociedad: Por un lado, existe lo que podríamos denominar una suerte de consenso pro-estado. Las grandes mayorías, aun reconociendo errores y dificultades, entienden que el Estado no solo no es el problema, sino que es la herramienta central para avanzar hacia una sociedad más justa e integrada. De aquí los altos niveles de aprobación de medidas como la asignación universal por hijo, el sistema previsional, el plan PROCREAR, algunas estatizaciones, etc.; y el poco calado que vienen logrando las críticas ortodoxas. Los distintos líderes opositores han tardado en reconocerlo. El primer intento fue Massa con su “continuar lo bueno y cambiar lo malo”, pero su cuestionable lectura de que la principal línea de corte pasa por ser oficialista u opositora lo llevó a luchar por erigirse como el líder de la oposición y fue perdiendo así su singularidad. El más reciente fue el de Macri, quien terminó por reconocer que su retórica eficientista terminaba interpelando, en el mejor de los casos, a sólo un tercio del electorado; pero su giro discursivo en plena campaña terminó socavando su credibilidad. Frente a ello, el kirchnerismo, que al mismo tiempo que fue protagonizando la configuración de dicho consenso estatalista, fue ubicándose como la encarnación de dicho espacio ideológico. Y aquí, entendemos, deben buscarse las razones del resultado de Scioli: en su capacidad para erigirse como el garante de la continuidad.
Ahora bien, el pueblo argentino también se encuentra atravesado (aunque de manera menos contundente que en relación al eje Estado-Mercado) por dos grandes modos de entender la política. Desde este punto de vista, puede identificarse un sector relativamente amplio (aunque menor que los pro-estados, está superpuesta a éste) que reconoce graves problemas de inequidad social y que entiende que todo intento de contrarrestarlo conllevará una disputa con aquellos sectores beneficiados con el status quo. Concretamente, de muy distintas maneras, una parte muy considerable de los/as argentinos/as asume que la política es conflicto y que las propuestas puramente dialoguistas y consensualistas devienen, más temprano que tarde, en conservadoras. Evidentemente, este eje estuvo mucho menos presente en la última campaña electoral, pero sin dudas volverá a recobrar fuerzas de cara a juzgar y legitimar (o no) al futuro gobierno nacional.
* Consultor, Investigador y Profesor Titular de la UCC y Adjunto de la UNVM.
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