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La inclusión de personas con capacidades diferentes en las aulas dejó de ser un tema sólo de discusión y reclamo para convertirse en acciones concretas. Escuelas y centros educativos transitan un proceso de adaptación para alinearse a esta nueva política que, en primer lugar, demanda de un cambio cultural de docentes y padres.
Pero hablar de inclusión no sólo atañe a niños, niñas y adolescentes que se encuentran fuera del acceso a la escuela y la educación. Tampoco se reduce a aquellas personas que por alguna dificultad física y/o mental requieren de una atención diferencial por los centros educativos. La inclusión, como bien citara Rosa Blanca Guijarro, es un desafío prioritario que se refiere a brindar un espacio educativo que abarque a todos los chicos independientemente de su cultura, su orientación sexual, u otras condiciones o características.
En este sentido, también se abre un debate en torno a la inclusión de niños, niñas y adolescentes que comúnmente se los conoce como “superdotados” por su capacidad diferencial de aprender con un ritmo mucho más acelerado que la media.
La OMS determina que una persona es dotada cuando alcanza un coeficiente intelectual (CI) de 130 puntos, que puede variar según criterios específicos mientras que el nivel medio de inteligencia oscila entre 95 y 110. Este CI es una estimación general que mide la capacidad de pensar y razonar e indica cómo nos posicionamos frente al resto de los individuos dentro de un nivel de edad determinado.
Según el doctor en psicología Carlos Allende, fundador de Mensa Argentina y a cargo de un centro argentino para padres y niños inteligentes, el dos por ciento de la población mundial posee superdotación intelectual y define a una persona superdotada como aquella que puede resolver situaciones lógicas de manera acertiva y en forma creativa, con mayor rapidez que el común denominador de la gente.
Generalmente el imaginario colectivo suele pensar que como son más inteligentes y destacan del resto no sólo no deberían tener problemas en la escuela sino que, gracias a su capacidad, seguramente tienen el futuro asegurado. Pero parece no ser así.
De acuerdo a su experiencia laboral, Allende nos cuenta que la mayoría de estas personas padecen problemáticas de incorporación al medio en la etapa escolar lo cual es producto de su distinto nivel intelectual. “Esto es así porque sus conocimientos y expectativas varían promedio en dos años por encima de las edades cronológicas correspondientes, entonces se aburren y son excluidos”. Sostiene que el problema de la socialización es quizá el punto más débil porque al no trabajar adecuadamente en la integración, son niños que en general aprenden a manejarse dentro de la individualidad, y manifiestan a posteriori problemas de sociabilización. En general, en la adultez, tienen ciertas dificultades para trabajar en equipo. De hecho, afirma que suelen desempeñarse en profesiones individualistas, en las que se trabaja poco en contacto con otros colegas.
Nuestra ley de educación establece que los niños con coeficiente intelectual mayor a 130 tienen necesidades educativas especiales pero ¿realmente se implementan las medidas necesarias para atenderlas?
Allende considera que nuestro sistema educativo no está preparado para abordar ésta temática como si lo hace con otras como la de niños con síndrome de Down o diversos retardos madurativos. “En este caso la integración es nula. No se consideran tampoco las problemáticas colaterales que pudieren presentarse, como temas conductuales y demás alternativas, producto del aburrimiento y desenfoque en el contexto en el que interactúa”.
Por su parte, Eugenia Sfaello, psicopedagoga con orientación neuropsicológica y profesora de nuestra Facultad de Educación nos cuenta que en Argentina recién a partir de 1992, con la sanción de la Ley Federal de Educación (N° 24.195), son contemplados por primera vez los niños con alta inteligencia. “Ninguna ley educativa vigente con anterioridad a esta ley había declarado la existencia de niños con talentos académicos ni había contemplado su atención”.
No obstante, afirma que nuestro sistema educativo no cuenta con recursos reales para su detección temprana y no tiene establecidas adaptaciones curriculares adecuadas para potenciar las altas capacidades. Señala que uno de los métodos que la ley si permite es la aceleración de estos alumnos en la enseñanza obligatoria; sin embargo, en estos casos no debe tenerse solo en cuenta las capacidades cognitivas, sino también diferentes características psicológicas y el ambiente social en el que el alumno va a permanecer.
Sostiene que el superdotado es un niño con necesidades educativas especiales y para conocerlas es preciso que los docentes conozcan que además de poseer un CI de 130 o más, poseen características particulares. “Estas diferencias en la adquisición de conocimientos, en el ritmo de aprendizaje y sus intereses elevados para su edad, generan que sean niños con necesidades educativas especiales”.
En este sentido, Sfaello remarca que la escuela debería plantearse y llevar a cabo una serie de adaptaciones, especialmente sobre el papel del maestro y su forma de enseñar. Pero esto es difícil porque los docentes no han sido capacitados para abordar niños que se alejen de la media normal, ya sea hacia arriba como en el caso de los niños superdotados, como hacia abajo en el caso de los niños con discapacidad intelectual o trastornos específicos de aprendizaje como la dislexia o la disgrafía por ejemplo.
La atención a la diversidad seguirá siendo un tema prioritario a nivel educativo hasta tanto no se avance en la inclusión e integración de todos. Incluso, para aquellos que requieren mayores estímulos por su capacidad y potencial.
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